Por ALBERTO ASSEFF / Diputado Nacional de Juntos por el Cambio
Seguramente con buena intención han surgido voces “antigrieta” que atribuyen a la fractura político-cultural un cúmulo de consecuencias nocivas para nuestro país. Ya se sabe que “el camino del infierno suele estar sembrado de buenas intenciones”. Más allá de la sabiduría del dicho, lo cierto que a poco que se desmenuce con algún detalle la cuestión, el “movimiento” antigrieta ofrece flancos más que vulnerables.
No es sostenible que la grieta se caracterice por dos minorías intensas. Existe una sola minoría vehemente, la que enarbola el “Estado presente”, la expansión del gasto público, el empleísmo estatal, el incremento de los impuestos, la extensión de la ayuda social sin efectiva contraprestación; la que desprecia la actividad privada, sobre todo la empresarial, no considera fundamental la propiedad ni el mérito ni el esfuerzo, cree que el Estado puede hacer magia generando riqueza por decreto. Esa minoría intensa adscribe a la falaz idea de que estimular la capacitación docente y premiarla con un plus salarial es un atentado a la igualdad y que exaltar a los alumnos que se esmeran es estigmatizar a quienes se rezagan. Más gravoso, piensa que una pasantía laboral en el ámbito educativo como parte de la formación y preparación para la vida es una explotación capitalista inadmisible. Se aferra a regímenes laborales que probaron que destruyen trabajo registrado con la desopilante pasividad de los sindicatos que no parecen reaccionar ante la declinación de los trabajadores en blanco y el correlativo crecimiento del trabajo precario o del desempleo disimulado por la asistencia social. Y es una minoría que naturalizó la corrupción hasta desfigurarla como si fuese una construcción perversa de jueces obnubilados, agentes del poder concentrado, como apostrofan. Esa minoría se blindó con la bandera de los derechos humanos, pero no los de aquí y ahora, sino los de 45 años atrás. Porque aquí y ahora, mueren todos los días ciudadanos que sólo intentan trabajar, estudiar o transitar, a manos de una delincuencia aluvional que parece que no pudiera refrenarse y mucho menos prevenirse. Delincuencia nutrida por las excarcelaciones masivas desde abril de 2020, en consonancia con una nefanda doctrina que proclama que el mejor código penal es el que no existe.
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La otra presunta “minoría intensa” que se contrapone a estas deformaciones que han atrasado y empobrecido a la Argentina –es prácticamente el único país del planeta que ha retrogradado en el último medio siglo–, en realidad es una inmensa mayoría. Esa multitudinaria ciudadanía quiere la vigencia de la ley, pide orden, plantea que hay que volver urgentemente a la cultura del trabajo, a la educación como único instrumento para elevar y dignificar a nuestra sociedad, aspira a un Banco Central celoso y estricto custodio del valor de la moneda, rechaza el derroche del Estado, la presión tributaria, el gasto público y el sobredimensionamiento del aparato burocrático. Y clama por el fin de la impunidad que es la matriz que abre las compuertas a la corrupción y las mafias que se entronizaron en la Argentina. Asimismo, no execra los negocios, pero sí los negociados, en contraste con la minoría intensa plagada de estos últimos mientras ahuyenta o truca a aquellos.
Paralelamente e imbricada en esa inmensa mayoría reclamante de racionalidad, se incrementa la bronca y, mucho más sombrío, la resignación – “esto no lo arregla nadie”–. En este marco, ¿qué proponen desde la antigrieta? ¿Transar con la corrupción? ¿Aceptar la mediocridad de un destino burocrático con cada vez menos empleo privado y más estatal, aditado a los planes y al trabajo sin cobertura previsional y de salud? ¿Seguir dedicando recursos a revolver el pasado doloroso de los 70 y mirar para otro lado ante la ola de asesinatos en Rosario, en el Gran Buenos Aires, en todas partes hoy?
La antigrieta así como está planteada es la garantía de que la Argentina no podrá superar su larga e insoportable decadencia. Porque dialogar y acordar con los responsables de recetas probadamente fracasadas sólo asegura que quienes aspiran a reformas estructurales deban apearse de esos propósitos en aras de una malentendida armonía. Si no reformamos el país a fondo y con coraje, no habrá armonía, sino profundización del conflicto, aumento de las tensiones, más pobreza y más sombras sobre nuestro porvenir.
La mayoría –incluidos los “embroncados”– no quiere dialogar con los mafiosos, con los dueños de las “cajas”, con los aferrados a ideas de museo, con los temerosos de la libertad. Esa mayoría, que también es intensa, pero extensa, propugna cambios con toda la hondura que el angustioso declive del país exige. Los “antigrieta” sinceros se verán plenamente satisfechos cuando vean a un país ampliamente unido desplegando la tarea de cambiar el ciclo de atraso por otro de prosperidad general. No se llega a la unión transigiendo con el atraso y la corrupción.