Por GUSTAVO ULISSE / Empresario
Recientemente el presidente Javier Gerardo Milei, desatendió una importante reunión que reunía a los embajadores de los países árabes y la canciller Diana Mondino, entre otros invitados, en el Centro Cultural Islámico de Palermo. La excusa poco atendible presentada desde el gobierno, fue que entre los participantes de la reunión se encontraba el embajador de Palestina. Este comportamiento sólo puede entenderse bajo una visión puramente personalista de las relaciones exteriores de la república, en donde las opiniones personales de un ciudadano se confunden con la función política del presidente. Y esto en un área tan sensible y tan difícil de entender por medio de esquemas simples como es la cuestión de Medio Oriente y los intereses nacionales del país en esa área.
La República Argentina reconoció diplomáticamente al Estado de Israel bajo la presidencia del General Juan Domingo Perón, por medio del Decreto 3668 de febrero de 1949, y esto fue guiado por una convicción personal del entonces presidente “En 1949 dos estadistas, Juan D. Perón y David Ben-Gurion formalizaron la relación bilateral porque los unían valores políticos, culturales, religiosos y de arquitectura migratoria común que se prolongan hasta hoy”.
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Pero el reconocimiento jurídico de una nueva nación, no significa convalidar los resultados territoriales y poblacionales de las guerras que esa nación lleve a cabo, en tanto estas modifiquen sus fronteras previamente reconocidas y afecten poblaciones que previamente pertenecían a otras naciones.
Y ante esta situación, que ha puesto al Estado de Israel en una complejísima relación territorial y poblacional con los Estados limítrofes, que afecta a su vez a todo el escenario político de Medio Oriente, los países deben tener una visión política que por un lado preserve sus intereses nacionales y que por otro lado simultáneamente preserva el interés de la paz.
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Y en ese sentido la República Argentina tiene una tradición de neutralidad activa, es decir de una neutralidad que no se limite meramente a abstenerse de tomar partido en un conflicto, sino a actuar proactivamente para la resolución de ese conflicto:
– el 29 de diciembre de 1902, durante la segunda presidencia de Julio Argentino Roca, se anuncia la Doctrina Drago que lleva el nombre del entonces ministro de relaciones exteriores Luis María Drago, y que establece una prohibición al empleo de la fuerza militar para cobrar deudas financieras, eliminando a esta como causa de guerra.
– en 1935 el entonces ministro de relaciones exteriores de la República Argentina, Carlos Saavedra Lamas, preside la Conferencia de Paz del Chaco que pone fin a la guerra del Chaco entre la República del Paraguay y la República de Bolivia, gestión la que le fue otorgado el Premio Nobel de la Paz.
– el 29 de enero de 1942 se firma el Protocolo de Paz y Límites entre la República del Perú y la República del Ecuador qué pone fin a la guerra que ambos países libraron en 1941, y que fue firmado por el entonces ministro de relaciones exteriores de la República Argentina, Enrique Ruiz Guiñazu, al ser la Argentina un país garante de ese tratado de paz.
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Se trata de una tradición central de la política exterior Argentina. Una tradición que impone intervenir con los recursos disponibles para promover un tratado de paz que cierre en modo estable un conflicto bélico entre naciones.
Y honrar esa tradición no supone para el país ninguna falta al reconocimiento y a la amistad que hay entre el Estado de Israel y la República Argentina, al contrario, supone mostrar que la Argentina se puede involucrar activamente a partir de los antecedentes de su política exterior. Y eso al mismo tiempo permite tener una posición absolutamente clara ante todos los contendientes, tanto las naciones directamente involucradas en el conflicto es decir los países limítrofes que han perdido territorios y poblaciones, como al sistema de alianzas y de soledades religiosas y culturales que existe en esa región del planeta.
En el último informe sobre el comercio internacional argentino, el Reino de Arabia Saudita figura como noveno cliente en relaciones comerciales, precisamente el país que ha donado la construcción del centro cultural que lleva el nombre del anterior rey de dicha nación: Centro Cultural Islámico Rey Fahd. Un país que está en un proceso de transformación económica radical, tratando de salir de la dependencia de la industria petrolera por medio de inversiones masivas que incluyen ampliar los vínculos comerciales con las naciones de América Latina en el marco de lo que el gobierno saudí ha llamado el Plan Visión 2030.
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Y esto sin contar las relaciones con otro cliente muy importante en esa región como es el caso de la República Árabe de Egipto, y otras naciones con las que tenemos menores vínculos pero que suman en conjunto un área importante y con grandes posibilidades de crecimiento.
Sí la tradición diplomática argentina es relevante, y nos permite asumir una posición absolutamente transparente en un conflicto tan complejo, entonces su aplicación en este escenario supone abrir un diálogo franco y sincero con todos los involucrados, en este caso con sus representantes diplomáticos, y promover vínculos entre naciones que tienen visiones distintas para abrir canales de comunicación, que serán luego lo que permitirán vehiculizar tratados y convenios internacionales.
Pero al tomar las relaciones internacionales en términos de gustos personales, no sólo que estamos violando nuestra tradición diplomática, sino que estamos contribuyendo a un deterioro en la percepción que las naciones árabes tienen sobre la posición argentina, lo que inevitablemente tendrá un impacto profundo en las decisiones comerciales que tomen ellos en el futuro. Lo que claramente puede causar un grave daño a nuestros intereses nacionales, fruto de las opiniones y posturas personales de un ciudadano, en este caso, el presidente.