Por MARIO RIORDA y MARTÍN MALDONADO/ Consultores políticos
Este escrito no tiene que ver con una predicción electoral. Podría ganar cualquiera de los candidatos y todo tendría idéntica vigencia. Hay altos niveles de malestar en Argentina. Dolor, bronca, resentimiento, enojo, decepción. De una cantidad de focus groups -cercana al centenar en varias provincias-, se evidencian tres líneas claras del malestar.
La primera es la inevitabilidad del conflicto: parte del núcleo que resultó ganador en las primarias sostiene que se tiene que romper todo, pase lo que pase. Y si esto genera conflictos sociales, violencia, pues entonces deberá suceder. Como en toda fatalidad, algo tiene que romperse. Temerario pero real.
La segunda, transversal a casi todo el electorado, es la sensación de abismo. Una Argentina en decadencia, en desintegración. “Todo mal” es la síntesis. Vote oficialismo o vote oposición. Nótese que las dos últimas gestiones terminan con rechazo agravado y con disconformidad absoluta en el rumbo económico.
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La tercera es la carencia y las microestrategias de achique familiar frente al ajuste. El consumo vital afectado. El “no poder” comprar ropa nueva, elegir alimentos, viajar, festejar cumples a sus hijos, usar el auto, frenar el deterioro de su vivienda, seguir pagando cuotas del club o gimnasio. Los mismos procesos descriptos por Alberto Minujin y Gabriel Kessler de las crisis hiperinflacionarias: las familias primero recortaban ocio y esparcimiento, luego ropa y electrodomésticos, luego dejaban de pagar servicios y por último cambiaban hábitos alimenticios. Pura pérdida. Y en todos los estratos.
Esto es diferente al 2001. El oficialismo de Unión por la Patria decidió decir que hay una Argentina viva, dinámica, que llena restaurantes y abarrota aeropuertos. Orgullosa. Eso sí, aduciendo que saben que no todo está bien con un “disculpas”.
Juntos por el Cambio decidió decir que el bien es terminar con el mal (los K). Que, en el a todo o nada, el problema no son las carencias sino la falta de orden, y que ese orden proviene de la fuerza (no de los consensos).
La Libertad Avanza decidió decir que hay que volar el sistema (aunque a veces lo matiza en lo económico y lo radicaliza en valores, rompiendo consensos democráticos incluso) desde un histrionismo a lo Guy Debord en la sociedad del espectáculo. Y queda un tercio del electorado, no representado, que ni siquiera paga para ver, no vota.
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Se diga una u otra cosa, la indolencia se ha entumecido frente a la pobreza. Pretérita. Inconmovible. La pobreza pasó a ser un dato pero es, centralmente, ciudadanía que sufre 24/7. Sectores que no son pobres, también sufren en lo material, lo simbólico y lo relacional. Hasta las relaciones afectivas personales sufren, último bastión de una intimidad expuesta en carne viva.
¿La diferencia con el 2001? Que la bronca era con la dirigencia: no se quería premiar a nadie. Hoy, la bronca es con la dirigencia (todos con diferencial negativo agravado en la percepción de la opinión pública), es con el sistema al que hay que romper y encima un sector quiere premiar a alguien, más que para que arregle, para que rompa.
Más que un candidato constructor de consensos y soluciones, una parte de la sociedad pretende instrumentar la idea de un instrumento fatal, de un martillo destructor de todo como si no hubiese un mañana. “Si me equivoco votando algo nuevo, me habré equivocado una vez. Si sigo votando a los de siempre, me seguiré equivocando”, avisan los jóvenes con pretensión de un “cambio real”. No cosmético, no sarasa, no reacción en el último tramo de campaña. Transformación palpable.
Entonces el estado no da más. El sistema de partidos se rompió. Cambió. Es otro. La representación se transformó. Y la democracia, que primero fue “el único juego posible” y luego fue “la menos peor de las opciones”, sigue devaluándose a un ritmo que no logra precisar ni la política ni la academia.
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Los sectores de intermediación corporativa van y vienen aturdidos en sus tácticas, pero seguros en sus fines como garantes/beneficiarios de la gobernabilidad: sálvese quien pueda (y cómo sea). Casi las mismas consignas que en el otro extremo de las clases sociales: probar a costa de lo que sea.
Diagnóstico lapidario si los hay, evidentemente requieren una propuesta. Una salida. Muchos piden una luz al final del túnel, algo de que asirse.
La política argentina debe resetearse. Completa, 100%. Pero más que por destrucción, como “desestructuración” según Francois Jullien, como proceso global y continuo, no por acontecimientos aislados, aprovechando la ocasión, donde ya pasamos el “todavía no” pero estamos a un paso del “ya es tarde”.
Y este reseteo (o desestructuración) debe darse en sus valores, pero sobre todo en sus prácticas. No queda lugar para hacer la vista gorda, para gastos innecesarios, para el nepotismo ni la corrupción. No queda lugar para la reasignación de partidas, las relecciones indefinidas ni para levantar la mano en un foro legislativo porque sí, o porque no, o por dinero.
No queda lugar para llegar tarde ni para faltar. Un dato: la producción parlamentaria en 2022 fue la más pobre desde el inicio de la democracia con sólo 36 leyes aprobadas. Obsceno. Salarios sin trabajar, vacaciones extendidas, viáticos, gastos y gastos…
Los antecedentes de reseteos de sistemas políticos en el mundo no han sido fáciles ni felices. El reseteo son políticas. Pero la dirigencia tiene el deber de resetearse a sí misma primero para luego poder resetear al país, si es que aún estamos a tiempo.