Por MARINA KIENAST / Legisladora porteña por Republicanos Unidos
El sistema educativo, tal y como lo conocemos, ya no satisface las necesidades de sus estudiantes. Es momento de replantear la manera en la que funciona. Defender ciegamente la educación pública a capa y espada, tal cual está hoy en la Argentina, solo incrementa la brecha entre aquellos chicos cuyas familias pueden pagar por una educación privada y los que no.
Una alternativa que se puso en marcha en muchísimos países, con resultados favorables, son las escuelas privadas no aranceladas. Como su nombre lo indica, son instituciones que no cobran un arancel, es decir, sus alumnos no abonan mensualmente una cuota, pero son financiadas por entes privados. Los mismos pueden ser empresas, ONGs o incluso ciudadanos particulares, quienes deciden contribuir a cambio de reducciones en sus impuestos. Pero lo que más diferencia a este tipo de escuelas de las escuelas públicas tradicionales, es que están dotadas de una mayor autonomía en la gestión de sus recursos, el diseño de sus currículas, la formación y selección de sus docentes, entre muchas otras cosas.
Un ejemplo en la región de este tipo de escuelas es la Fundación Impulso, ubicada en Casavalle, una zona vulnerable de Uruguay. En Casavalle, el número de egresados de escuela secundaria es menor que el 1%. Hoy, luego de 10 años de trayectoria, ya son muchos los exalumnos que han iniciado sus estudios terciarios y/o universitarios, y muchos han ingresado al mercado laboral. Hace unas semanas viajé a conocer esta institución para entender un poco más cómo están logrando transformar el barrio.
En Impulso el ingreso es por sorteo y sin examen previo. Es una escuela de tiempo completo, que incluye el desayuno, almuerzo y merienda. Además, ofrece espacios extracurriculares donde se brindan talleres y la formación en inglés es de alto nivel. El equipo docente es capacitado permanentemente con técnicas modernas de enseñanza. Los alumnos y sus familias desarrollan un gran compromiso, entusiasmo e ilusión que se visibilizan en su crecimiento personal. Todos, en su conjunto, entienden que la única salida es la educación.
Para avanzar en su desarrollo, los alumnos deben esforzarse, aspirar a ser mejores, sea cual sea su pasado y presente; los padres o responsables deben apoyarlos en este camino que emprenden y apoyar a la escuela. Los docentes, pieza fundamental de esta institución, tienen un solo objetivo principal: el aprendizaje integral de los alumnos. Es su responsabilidad de que allí aprendan con altas exigencias y estándares de excelencia. No hay excusas para no aprender.
Una de las cosas que me impactó de la visita fue la trascendencia que se le da al orden, los límites, las rutinas. Considerando las nuevas tendencias de aprendizaje basado en la autogestión del tiempo, las metodologías dinámicas con espacios comunes y amplia independencia del alumno, fue a priori chocante ver filas, horarios, requisitos estrictos de presencia física y vestimenta, de lenguaje, y otras formalidades. Ante mi desconcierto, el director me explicó brevemente que “en contextos de inestabilidad y ausencia de estructura familiar, es necesario aprender e interiorizar rutinas, pautas de convivencia, modales, límites y respeto”. Sin estos valores sería imposible lograr una inserción adecuada al mundo laboral.
Lamentablemente, la educación pública en Uruguay, al igual que en nuestro país, está a años luz de siquiera plantearse un modelo como éste. En los barrios más vulnerables, donde los chicos sólo van a la escuela porque les dan de comer, el Estado desaprovecha la oportunidad para contrarrestar todas esas carencias. La situación actual es compleja: por un lado, más de 50% de pobreza infantil y, por el otro, Ministerios de Educación y Desarrollo Social gigantes como elefantes, burocráticos, con una gula regulatoria que hace que el objetivo de mejora de la política pública se pierda en los pasillos de un edificio, o peor, que el objetivo solo obedezca a intereses políticos y los que más necesitan caigan presos de la militancia asistencialista.
Tenemos todas las condiciones que se necesitan para evitar que los jóvenes argentinos sigan padeciendo la enfermedad de la ignorancia. Y por ignorancia no me refiero a su falta de alfabetización o conocimientos. Sino a que hoy son ignorados por todo el arco político, que conserva su visión raquítica de corto plazo, en beneficio de su ego y sus bolsillos, mirando para otro lado, mirando para sí mismos, sin ningún tipo de remordimiento.
Instituciones como Impulso logran exitosamente que algunos cientos o miles de niños constituyan una bisagra en la historia de sus familias y salgan de la pobreza. Pero tienen un límite de recursos. Me animo a apostar que los recursos destinados a la educación pública, administrados eficientemente y liberados de los frenos regulatorios, serían más que suficientes para que haya más chicos bisagra.