Por GUILLERMO IGNACIO y MARTÍN ETCHEVERS / Integrantes de la comitiva de ADEPA durante la Convención Constituyente de 1994. Ignacio era entonces presidente de la Asociación y actualmente es titular de su Comité Estratégico. Etchevers preside actualmente ADEPA.
Hace tres décadas, el 22 de agosto de 1994, el entonces presidente Carlos Menem promulgó la nueva Constitución argentina. Había concluido así el trabajo de varios meses por parte de los 305 convencionales constituyentes, que deliberaron desde el 25 de mayo de ese mismo año, primero en Paraná, y luego en la ciudad de Santa Fe.
El punto de partida de aquella reforma fue lo que se conoció entonces como el “Núcleo de coincidencias básicas”, un esquema acordado entre las principales fuerzas políticas, encabezadas por el propio Menem, líder del peronismo, y el ex presidente Raúl Alfonsín, titular del radicalismo.
La Convención de 1994 fue una bisagra histórica para la Asociación de Entidades Periodísticas Argentinas (ADEPA) en su defensa de las garantías constitucionales de las libertades de prensa y de expresión. Libertades, en palabras de nuestro histórico constitucionalista Gregorio Badeni, “angulares y estratégicas”, porque implican un reaseguro para el ejercicio de los demás derechos, además de ser en sí mismas fundamentales para la vigencia de la democracia republicana.
Libertades, además, que a lo largo de la historia no han estado exentas, en el mundo y en nuestro país, de numerosos intentos de relativizarlas o controlarlas, ya que son la primera barrera de contención frente a los proyectos hegemónicos, a los desvíos autoritarios o simplemente a la intolerancia del poder a la crítica y la auditoría.
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Ese 1994 no era la excepción: frente al núcleo de coincidencias básicas que prometía la intangibilidad de los aspectos pétreos de nuestra Carta Magna, en las puertas de la Convención se multiplicaban ideas y proyectos –ADEPA registró al menos 20, incluyendo algunos muy polémicos, como el de la información veraz–, que ponían en entredicho los estándares que habían alimentado ese principio a lo largo de décadas, con jurisprudencia pacífica que reconocía antecedentes en la primera enmienda norteamericana y en fallos trascendentes de la Corte Suprema de Justicia de nuestro país.
ADEPA señaló públicamente treinta años atrás: “Nuestra pelea, valga la paradoja, es pacífica, institucional, está circunscripta al derecho y a sus grandes pautas humanistas, republicanas y libertarias. Por eso, poseedores de una antigua Constitución que contiene los pilares de la libertad de prensa dibujados con el lenguaje sencillo, viril y directo en los artículos 14 y 32, sostuvimos que su reforma podía ser el medio para vulnerar estos preceptos y hacernos desandar un camino tan bien planeado por nuestros antepasados.”
ADEPA se adentró en un laberinto sin pistas ni brújulas, en ese mundo en el que 305 convencionales, muchos de ellos desconocidos para el gran público, iban a ser protagonistas de uno de los hechos institucionales más importantes del país en décadas.
Fue así que tuvimos el privilegio de presidir e integrar, durante varias semanas, una delegación en la que se destacaron varios referentes de la industria que ya no están entre nosotros, como el recordado “Nino” Herrero Mitjans, el ya mencionado “Goyo” Badeni, Luis Félix Etchevehere, Ricardo Sáenz Valiente, Fernando Maqueda y Eduardo Farley.
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Nuestra entidad trabajó incansablemente durante esas jornadas en Santa Fe y Paraná, presentando su perspectiva a los convencionales, proponiéndoles buscar fórmulas que no renegaran de la modernidad pero que al mismo tiempo no pusieran en riesgo las Declaraciones, Derechos y Garantías que habían demostrado ser el mejor aliado de la expresión de ciudadanos y periodistas.
La agudeza de nuestros expertos nos hizo prestar atención a institutos desconocidos, como el hábeas data, en un contexto político en el que se hablaba de avanzar sobre los archivos de los medios. Y nos impulsó a proponer la búsqueda de una solución superadora, que terminó consagrando un derecho de vanguardia, que ha sido y sigue siendo un resguardo central para la investigación periodística: el secreto de las fuentes, que hasta entonces sólo se hallaba consagrado en las cartas magnas provinciales de Córdoba y Jujuy.
Bueno es reconocerlo: ambas cuestiones, el hábeas data y el secreto periodístico se revelan, 30 años después, como avances jurídicos premonitorios: hoy la privacidad y la propiedad de los datos cobra enorme relevancia de la mano del uso que las plataformas tecnológicas hacen de los mismos, al punto de llegar a influir en procesos electorales.
Hoy, a la vez, el secreto periodístico es un límite claro contra quienes buscan desacreditar denuncias de corrupción o confundir a periodistas con delincuentes.
Más allá de ese logro estratégico, el rol institucional de ADEPA durante la Convención se centró en evitar que en la nueva Carta Magna se incorporaran cláusulas que pretendían establecer, con criterios abusivos, un supuesto derecho de réplica sobre cualquier tipo de opiniones (confundiendo la rectificación con un acto de censura inversa) o ideas disparatadas como el “derecho a la información veraz”, que hoy forma parte de constituciones autoritarias y restrictivas de las libertades, como la venezolana.
Merced al diálogo con todos los bloques presentes en la Convención, se logró evitar esa clase de proyectos, que vistos 30 años después, hubiesen significado una coerción directa a la libertad de expresión, un derecho de todos los ciudadanos, no solo de medios y periodistas.
¿Por qué la preocupación especial de la prensa si en los proyectos de reforma se recorrían prácticamente todos los aspectos de la vida nacional? Primero, por cierto entrenamiento que tenemos los medios –y que ADEPA desarrolló muy bien a lo largo de su historia– para percibir dónde puede hacer eclosión la tensión democrática natural entre prensa y poder, e intentar plasmarse en restricciones reales. Esta “sensibilidad” hizo que los medios fueran reconocidos como uno de los actores de la sociedad civil que más se involucraron en la reforma. El otro, recuerdan los convencionales, fueron las comunidades indígenas. Ninguna otra organización empresaria, sindical, religiosa o del tercer sector tuvo una participación comparable.
La segunda razón fue más coyuntural: los medios encarnaron una de las pocas voces que cuestionaron la real necesidad de la reforma y marcaron algunos aspectos negativos de su proceso, como lo transaccional de su origen o las razones políticas coyunturales que la motivaron, tanto en el oficialismo como en la oposición. Todo esto en un contexto no precisamente halagüeño para la actividad periodística. La sociedad todavía vivía el deslumbramiento de la estabilidad económica y ponía en un segundo plano las crecientes falencias éticas, institucionales y sociales que salían a la luz a través de la prensa. Y la clase política –obviamente con honrosas excepciones– la hacía responsable de un creciente desprestigio. ¿Cómo en un país en franco crecimiento, que se moderniza y quiere entrar al primer mundo, los políticos suman crecientes grados de rechazo? La culpa, cuando no, la tenían los medios.
Ya a principios de 1992, el periodismo había revelado varios escándalos de alto impacto: el Swiftgate, el Yomagate, la leche adulterada de Vicco, el caso Triaca, el asesinato de María Soledad Morales, el alejamiento de Montesano Rebón, las irregularidades en el PAMI, etc. La catarata de juicios por calumnias e injurias, proyectos legislativos y amenazas públicas contra los medios iba en aumento. Llegó a haber reacciones lindantes con el disparate si se las abstraía de ese clima denso, como la censura previa a un programa de Tato Bores.
El gobierno de aquel entonces adjudicaba la corrupción a una “guerra de medios” y denunciaba “una especie de dictadura de la prensa”. A partir de 1993 ya no harían falta investigaciones sensibles: toda información que se distanciara de la agenda oficial podía ser motivo de escándalo. Citar a monseñor Laguna cuestionando el efecto social del modelo o señalar la falta de independencia del Poder Judicial valían acusaciones de estar (sic) en “campañas de corte netamente político, para tratar de disminuir las posibilidades de un partido”.
En junio de 1993 la Secretaría de Medios decidió anunciar una serie de medidas eufemísticamente adoptadas para “garantizar el pluralismo”, entre las que citaban una nueva ley de radiodifusión, la licitación de Canal 4 y de cualquier onda televisiva sin adjudicar. Obviamente, nada estaba pensado seriamente y los rounds siguieron. Hubo ataques físicos y amenazas telefónicas a Marcelo Bonelli, Magdalena Ruiz Guiñazú, Mónica Cahen D’Anvers, Santo Biasatti y Graciela Guadalupe de La Nación. Y un periodista de Página 12, Hernán López Echagüe, fue agredido brutalmente.
Por entonces, ADEPA y otras entidades se manifestaban contra un nuevo proyecto de derecho a réplica y poco después salían a cuestionar una polémica propuesta elevada al Congreso por el gobierno que aumentaba las penas de los delitos de calumnias e injurias. La flamante creación jurídica pronto sería popularmente conocida con el nombre de “ley mordaza”. El proyecto –indudablemente pensado para proteger a los funcionarios de las críticas– duplicaba las penas vigentes, llevándolas por sobre delitos como el enriquecimiento ilícito, la malversación de caudales y el cohecho.
Este era el ambiente en el que se desenvolvían medios y políticos al inicio de la Convención. Y como uno de los objetivos del Pacto había sido asegurar la subsistencia del sistema político -y aún profundizarlo y cristalizarlo- no era en su postura frente a la prensa donde pudieran esperarse grandes confrontaciones.
En medio de esa dispersión de 1500 proyectos, el trabajo por delante no fue menor. Había que monitorear la evolución de cada uno, descubrir cuáles terminarían durmiendo en los cajones y cuáles tendrían algún tipo de sustento político para avanzar. Necesitábamos uno o varios “lazarillos” que nos guiaran en ese maremagnum donde nombres conocidos se mezclaban con perfiles emergentes, en el marco de un críptico reglamento que parecía estar hecho para dificultar el seguimiento. Pero también –y esto hay que decirlo- donde era posible encontrar, en algunas figuras, niveles de rigurosidad y hasta cierto sentido de trascendencia que ayudaron a plantear debates con una profundidad que hoy parecería quimérica.
Más allá de estos hitos que nos enorgullecen como entidad y que seguimos agradeciendo a quienes, en definitiva, tuvieron la sabiduría y la visión para incorporarlos, el legado de la Convención Constituyente nos interpela como argentinos en un sentido más amplio.
Estos 30 años también representan la consolidación de la democracia en la Argentina como forma definitiva de gobierno; y al mismo tiempo las cuentas pendientes de esa democracia en términos económicos, sociales e institucionales. En términos de desarrollo, de inclusión, de calidad institucional, de transparencia, de políticas de estado con visión de largo plazo.
Muchas democracias en el mundo viven tiempos de turbulencias, de polarizaciones extremas, de ensayos autoritarios, de populismos de diverso signo político que basan su estrategia en la división y el antagonismo. Nuestro país no ha sido una excepción. Y lamentablemente, esa grieta, que se alimenta de burbujas de sentido en las que sólo nos hablamos a nosotros mismos, de plataformas en las que tendemos a reafirmar nuestro sesgo de confirmación; tiende a rechazar el diálogo con el que piensa diferente, a considerar enemiga una crítica constructiva, a mirar con odio a quien cuestiona.
Quizás, uno de los desafíos que tengamos como sociedad en los tiempos que vienen es que esos consensos básicos que reflejaron tanto la Constituyente de 1953 como la de 1994; esos acuerdos esenciales que dieron origen a nuestra propia organización nacional, puedan ser recreados en aras de las urgencias de los tiempos que corren.
Nuestros acuerdos constitucionales en la Historia han demostrado que la política no siempre es un juego de suma cero. Ni que los adversarios necesariamente deben ser enemigos. Esas cuestiones básicas que unieron a nuestros constituyentes no eran ni mucho menos el estándar del mundo en ese momento: que la Argentina sería una tierra abierta a quien quisiera habitarla, que se respetarían los derechos humanos, los derechos civiles, la propiedad privada, que habría igualdad ante la ley, que nadie podría ser discriminado por su raza o religión; que las acciones privadas de los hombres sólo quedaban sujetas a Dios. Esos fundamentos y tantos otros nos movilizan en esta época de enormes dilemas y complejidades geopolíticas, tecnológicas e incluso morales. Es tan desafiante y complejo el trabajo que requiere el país para salir adelante que pareciera imprescindible recrear ese espíritu.
Como medios estamos para contribuir a ese objetivo. Ese valor estratégico de la prensa que la Constituyente de 1994 no sólo resguardó, sino que se animó a proyectar y ampliar, también nos convoca a ejercerlo cada vez mejor.