Por RAFAEL BIELSA / Embajador argentino en Chile
La gramática en materia de valores de los autores de nuestra Constitución de 1853 tuvo en cuenta -cuanto menos- tres antecedentes: la Constitución de Filadelfia de 1787, “El Federalista: Una Colección de Ensayos, Escritos a favor de la Nueva Constitución, según lo acordado por la Convención Federal” (Alexander Hamilton, James Madison y John Jay, 1788), y las “Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina” de Juan Bautista Alberdi, de 1852.
Estas lecturas determinaron un brazo ejecutivo presidencialista; una rama legislativa para controlar y equilibrar; y jueces en aptitud de establecer si los actos del Congreso eran constitucionales y qué se debería hacer si el gobierno se comportaba de manera contraria a lo que establece la Constitución Nacional. No les fracasó el teodolito topográfico de la Historia: el texto es uno de los que más resistió el paso de los años a escala mundial.
Ha dicho ese espléndido juez que fue Enrique Petracchi que el diseño del control judicial de constitucionalidad argentino, y el rol de la Corte, tienen “… como modelo inspirador al de los Estados Unidos de Norteamérica”. La función de los jueces y la Corte ha sido relativamente pacífica, a diferencia de la de las fuentes. Es que decidir cuáles son supone la adhesión a determinados principios filosóficos que la gobiernan. O tomar distancia de ellos.
Lo que hace tan importantes a los jueces federales es este poder de determinación y de allí proviene que se llame a la Corte Suprema “el órgano de clausura del sistema”. No tienen ni la espada ni la bolsa (que están reservadas a las ramas legislativa y ejecutiva), o sea, ni las fuerzas de coerción ni los recursos públicos, pero sí la última palabra, porque de tal modo lo determina en esencia nuestro sistema. Robert H. Jackson lo dijo en estos términos: “No tenemos la última palabra porque seamos infalibles, pero somos infalibles porque tenemos la última palabra”.
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No es “la última palabra” de la expresión clásica “Roma locuta, causa finita”. Dicha expresión latina, “… una vez que Roma habló el caso está cerrado”, se remonta al año 417, y fue dicha por San Agustín de Hipona (354-430). Pero el poder que yacía en cada letra derivaba del Impero Romano, se expresaba de otras formas y tenía otras consecuencias, diferentes de las de un contexto representativo, republicano y federal.
Aunque con diversas características y distintos nombres, siempre autocráticos, el emperador era la máxima autoridad política y religiosa del Imperio. Por eso, una cosa es admitir las facultades por ascendencia divina o por lo que dice la borra del café cuando se la revuelve, y otra es interpretar normas preexistentes y dotarlas de un sentido conforme al texto de la Constitución.
En el caso de los jueces, el sistema dentro del que orbita define su poder. Nuestro sistema exige que los actores exhiban aptitudes especiales: idoneidad, ejemplaridad, sentido de las proporciones, conciencia de sus límites, noción de equilibrio, coraje: si saben derecho, tanto mejor (la ironía no es mía). Si estas propiedades son esperables en un juez de primera instancia, son irreemplazables en un juez de corte.
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Por supuesto que hay más de un modo de pensar cuál es la función del tribunal, y de imaginar qué desempeño cabe al que lo piensa razonadamente. Pero jamás cualquier función, ni todo desempeño. Ser flexibles con la aplicación del derecho no es lo mismo que hacer flexiones sobre la coyuntura jurídica. Lo primero es activismo; lo segundo oportunismo.
Es precisamente en la jurisdicción constitucional dónde, con más asiduidad, se pueden encontrar los ripios que se producen cuando se da un cruce entre política y derecho. No es que la función jurisdiccional no sea política: si lo es sancionar una ley, ¿cómo no habría de serlo declararla inconstitucional? El cáliz que deberían apartar de sí los jueces es la política partidaria.
Jagdish Sharan Verma, uno de los jueces supremos mejor vistos en la historia de la India, ofrece algunos ejemplos.
Recuerdo el caso “Vineet Narain vs Union of India”. Allí, Jagtdich Verma forjó para uso judicial la herramienta del “mandato continuo” para asegurar la correcta investigación en casos de corrupción. El “mandato continuo” (Continuing Mandamus) es una institución que permite mantener una causa abierta, hasta que la orden judicial no sea totalmente cumplida. En el caso citado, consistía en blindar a la Oficina Central de Investigación de interferencias políticas. También exigía del poder legislativo que las directivas y sus parámetros fueran aprobadas mediante las pertinentes medidas legislativas. Es fácil imaginar los valores que sostenía aquel hombre irreductible.
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Para materializar su imparcialidad los jueces fueron adquiriendo diversas garantías funcionales: la separación institucional del juez respecto de la acusación pública; de las demás funciones (“poderes”) del Estado; y su separación de autoridades comitentes o delegantes de cualquier tipo, además de la predeterminación exclusivamente legal de sus competencias. El jurista Luigi Ferrajoli anota que la imparcialidad, más allá de las garantías institucionales, “… es un hábito intelectual y moral, que no difiere del que debe presidir cualquier forma de investigación y conocimiento”.
Tal fue el ámbito en el que actuó el juez John Sirica, quien obligó al expresidente Nixon a entregar unas cintas secretas en el “escándalo Watergate”. Ese episodio culminó con la renuncia de Nixon. Sirica, hijo de inmigrantes, canillita, mecánico y boxeador en su juventud, pasó a la celebridad de un momento a otro. “Un héroe inverosímil”, decían unos, un “juez de la horca” en casos penales, que hablaba con clichés y vestía blazer azul marino y pantalones grises de colegio secundario, contribuyó a exhibir ante la historia trazos de la interacción entre los tres brazos del sistema político norteamericano y de los valores que sostenían el esqueleto constitucional.
La democracia y la república son frágiles flores de invernadero. A veces frías, a veces insuficientes, a veces pomposas. Siempre flores únicas.