ENTREVISTA (por Lucía Gasparelli @lu_gaspa) El pintor Christian Sancho un artista que mantiene el anonimato usando el mismo nombre del famoso actor aunque no tiene vínculo con él. Luego de muchos años de pintar en la calle, ahora comenzó a exponer en galerías de arte y su obra es un exito. En SECCIÓN CIUDAD, nos cuenta su pasado, su presente y el futuro prometedor que se le viene.

¿Cómo empezó tu relación con el arte?. ¿Qué te llevó a hacerlo en la calle, en vez de en un taller o en la clase?
A los 13, 14 años empecé a pintar graffiti con mi vecino. En la escuela me llevaba plástica, no me interesaba, lo que más me gustaba era jugar a la pelota. Pero él tenía primos raperos y, sin saber cómo, terminamos pintando. Mis viejos no me dejaban salir mucho de mi casa y, con el graffiti, empecé a hacerlo. Creo que fue en un descampado, a cinco cuadras de casa. Me acuerdo que sentí una mezcla de miedo y emoción: estaba mintiendo, decía que íbamos a pasear y en realidad íbamos a pintar. Me gustaba la adrenalina y el hecho de hacer algo prohibido, salirme de las reglas.

¿Qué es lo que más te inspira a la hora de crear?
Al principio, era una especie de competencia. Porque el graffiti era así: quien más pintaba, quien más graffitis tenía era el mejor. Eso me hizo ver que estaba rodeado de gente solo interesada en ser número uno. No eran amigos de verdad. Yo sabía que, si en algún momento me pasaba algo con la policía, iban a correr y me dejarían. Ahí entendí que el graffiti es muy personal, que tiene códigos que solo conocen los graffiteros. Y pensé: “Loco, si estoy pintando en la calle, estoy haciendo cosas ilegales, estaría bueno que también la entienda la gente”. Que no sea algo cerrado, sino que produzca un cambio. Hoy me motiva otra cosa, algo más colectivo: que la gente se sienta reflejada en mis pinturas.
¿Dirías que tu obra tiene algo de protesta o simplemente muestra una realidad?
Mi idea es protestar. Que la gente lo vea y se pregunte qué onda. Aunque ya no use aerosol, sigue siendo efímero, sigue teniendo algo de rebeldía. Lo veo como una performance también: me gusta filmarme, registrar todo. Siempre me interesó la fotografía. Desde el graffiti tengo esa costumbre: como era un arte efímero, lo primero que hacíamos era sacar una foto para tener un recuerdo. Llegué a filmar procesos enteros —cuando pintábamos trenes— para después verlos con amigos, y me quedó la costumbre. Eso va con mi obra: no es solo la pintura o la foto, sino todo el proceso.
Tus pinturas muestran escenas urbanas. ¿Sentís que cambió esa forma de elegir dónde pintar?
No, eso sigue igual. Siempre busco lugares estratégicos para que se vean. Eso lo rescato del graffiti: si sé que pasa mucha gente a cierta hora, voy ahí.
¿Seguís dejando tus obras en la calle? ¿Qué pasa después con ellas?
Sí, sigo. Hace poco lo hice. Suelo agarrar las propagandas del subte, las de los andenes. Me las llevo al taller, las pinto y las vuelvo a poner. Quería que la gente que no suele ir a museos o galerías pudiera ver arte. Lo veo como un museo callejero. Si me encariño, no las dejo más. Entonces lo hago, lo suelto y ya no es mío, sino de todos. Que pase lo que tenga que pasar. A veces me quedo un ratito a ver alguna reacción, pero después me voy y no suelo volver. Igual, a veces me da cosa soltarlas. Algunos amigos me quisieron comprar y yo les decía que sí, pero cuando llegaba el momento no podía. En cambio, cuando pinto en la calle y lo dejo ahí, no me pasa eso.
¿Entonces te cuesta vender tus obras?
Sí, me cuesta ponerle precio. No me gusta eso de encontrarle un valor. Quiero que la gente lo encuentre por su cuenta.
¿Cómo vivís el haber expuesto en una galería?
Con Vero Strauss fue gracioso: me preguntaron qué valor le ponía y dije que no sabía, que no me interesaba. Yo vengo para otra cosa. Igual me gusta, siempre lo fantaseé. En mi trabajo pinto casas, y se dio también que empecé a pintar galerías, de blanco. Sentía que me moría por dentro: “Loco, estoy pintando de blanco para…”. O me llamaban para colgar cuadros de otros, y pensaba: “¿cuándo va a llegar mi momento?”. Siempre decía lo mismo; si bien es laburo y me ayuda a vivir, lo padecía.
¿Y te gustaría formar parte del circuito de galerías?
Sí, mi sueño es vivir del arte. En realidad lo que quiero es vivir pintando. Si se da la oportunidad de tener un público que consuma mis obras, me dedicaría 100% a eso. Pero también me genera un poco de ruido, porque mi arte nació para la calle, no para una galería. Sabía que este momento me iba a llegar, estaba aspirando a eso. Aunque me resulta raro, no me molesta. Creo que voy a tener que dividirme: hacer un tipo de arte para galerías y otro para la calle.
¿No te preocupa que institucionalizar tu obra —exhibirla— cambie su significado?
No, porque la gente que viaja en tren me entiende. Tal vez —con todo respeto— hay gente que la consume de otra manera, con otra visión. Pero la gente de clase media o baja me entiende más. Pinto lo que veo en el momento. Entonces, ese lazo no se va a cortar nunca. Además, lo que pinto es difícil de vender: nadie va a querer tener una escena de alguien en situación de calle en el living. No pinto arte decorativo, pero se puede lograr.
¿Te pasó alguna vez que el entorno de tus obras cambiara de forma drástica?
Pasa, pero ya estoy acostumbrado: una vez que pongo mi obra, la suelto. Ya no depende de mí. Si se derrumba un edificio, voy y le saco una foto así, todo derrumbado. Es como la tercera parte de esa obra.
Tu obra retrata escenas cotidianas, ¿tiene algo de autobiográfico?
Sí, totalmente. Pero no soy solo yo: hay un sistema de apoyo. Mi público —la gente que pinto en la calle— es como una rueda. Ellos me motivan, me ayudan; yo veo lo que pasa, los pinto y todo vuelve. Estamos todos en la misma.
¿Por qué elegís no mostrar tu cara con tu obra?
Por el hecho de que hago cosas ilegales. Esto de robar los carteles del subte, por ejemplo, es bastante grave, y seguramente ya deben tener filmaciones mías. Entonces me cuido. En algún momento, me va a salir mal, pero mientras tanto disfruto la adrenalina. Igual, a lo sumo, ¿qué me pueden llegar a decir? Siempre pienso en eso. Te estoy sacando una propaganda, y de última la vuelvo a poner: ¡Te la instalo yo! Al final del día es solo un pedazo de plástico. Encima eso, me están obligando a ver algo que no quiero ver. Es como hacerle la guerra a la publicidad. También está el tema del nombre, uso un pseudónimo.
Te iba a preguntar, entonces: ¿quién es Cristian Sancho para vos?
Cristian Sancho nació de eso. Vengo de la escuela del graffiti, y cada graffitero tiene su seudónimo. La mayoría —sin juzgar a los pobres graffiteros— elige nombres en inglés, y yo quería ser diferente. Entonces dije: “Voy a usar un nombre argentino propio, de alguien famoso”. Me imagine en la calle pintando a Christian Sancho, el modelo de calzoncillos. Y fue gracioso, porque cuando el loco fue al Bailando por un Sueño, la gente en redes empezó a confundirme con él. Como en el programa aparecía un graph con su Instagram, mucha gente grande me agregaba a mí, porque yo tenía su foto de perfil y el mismo nombre. Me escribió un montón de gente, y yo se la seguía sin faltarle el respeto a él, claro. Me daba gracia: hablar con un famoso que te trata bien, te pregunta cómo estás. Disfruto un poco de ese juego. Hace no mucho, en LAM subieron fotos de Christian Sancho bailando con un yeti. ¡Me etiquetaron a mí! Me pareció hermoso. Yo los ponía de vuelta y los volvía a subir.
¿Vos sentís que la figura del artista distrae de la experiencia de la obra?
Para mí, es todo una performance. Es loco, porque Cristian Sancho es una persona que no soy, aunque a veces me pasa que me convierto un poco en él. Cuando soy yo, soy más vergonzoso; cuando soy Cristian, me siento más seguro, más poderoso. Tiene algo de mí, claro, pero no del todo. Es un personaje nuevo. Yo soy uno y él es otro.
¿Qué pasa cuando alguien intenta descubrir quién sos? ¿Nunca te dieron ganas de salir a la luz?
Es difícil, porque mis obras no están firmadas; cuando las cuelgo no dejo nada que me identifique. No sé si alguna vez tuve ese impulso de salir, la gente que me encuentra es porque se da. Me gusta que haya algo místico: Si me querés encontrar, me vas a encontrar.
¿Hay algún artista que sentís que te marcó?
Sí, Antonio Berni. Desde que lo conozco, me llama la atención. Hoy no hay arte de protesta. Todo está muy decorativo. Mucha gente pinta para vender y se perdió ese espíritu activista. Me motiva a hacer algo diferente.
¿Y de Berni lo que te gusta es la protesta entonces? ¿Por qué sentís que eso no aparece hoy en día?
No sé, no lo veo. También pasa que no presto mucha atención a otro tipo de artistas. Siempre estuve enfocado en lo mío, trato de no distraerme. No sé si está bien o mal, pero me pasa. Cuando recorro museos, no veo ese tipo de arte, y me parece que está bien aportar algo distinto, aunque sea un granito de arena a la sociedad.
¿Qué aprendiste de todo este proceso: de estar afuera en la calle a estar ahora acá?
Aprendí que es bastante difícil entrar en el circuito artístico. Gente como yo no está preparada para esto, porque no nací en una familia con plata. No digo que todos los artistas lo sean, pero la mayoría de los que conozco sí. A mí me cuesta. Tengo que ingeniármelas para producirlas. En esta exhibición, por ejemplo, gasté plata que no tenía: amigos y familia me ayudaron, todos apostaron a mí. Entonces tiene el doble valor. ¿Viste? Poder entrar en este circuito y sentir ese apoyo fue una caricia que necesitaba. Tenía miedo, mucho miedo. Pensaba que no iba a llegar, que no me daba el tiempo ni los recursos. No tenía nada, y en poco más de un mes hice todo.











