Tejidos de ausencia: El arte como archivo en diásporas

Por LUCÍA GASPARELLI / IG @lu_gaspa

¿Qué permanece cuando todo se pierde?

En contextos de exilio, el arte deviene refugio, archivo y testimonio. Más allá del desarraigo físico, persiste el deseo de dejar huella, de preservar una historia, una lengua, un gesto. Las prácticas textiles, en su materialidad silenciosa, condensan duelos, genealogías y resistencias: hilos que tejen memoria donde el lenguaje y la historia han sido arrancados.

“El amor consiste en desear que lo bueno nos pertenezca siempre. […] No te asombre, pues, que todos los seres animados asignen tanta importancia a su descendencia, porque es del deseo de la inmortalidad de donde proceden la solicitud y el amor que los animan.”
— Platón, El Banquete

En esta frase, que atraviesa siglos con una claridad casi brutal, Platón desnuda uno de los impulsos más íntimos del alma humana: la urgencia de perpetuar lo que amamos. No se trata sólo de dejar una marca, sino de sobrevivir a través de aquello que portamos y transmitimos—una obra, una historia, una lengua, una imagen, una canción que no se disuelve con el cuerpo. Esta búsqueda de permanencia no es abstracta ni exclusiva del pensamiento filosófico: es una necesidad profundamente encarnada. Crear, recordar, nombrar, repetir: gestos cotidianos que cifran la voluntad de no desaparecer.

Pero ¿qué sucede cuando lo que sostiene ese deseo se fractura? ¿Qué lugar ocupa la memoria cuando el territorio ha sido perdido, cuando la lengua ya no encuentra eco, cuando el hogar es una imagen en fuga? El exilio—político, económico, emocional o histórico—desafía la posibilidad de una continuidad lineal. Expulsa, desarraiga, obliga a recomenzar. Y sin embargo, incluso allí, el deseo de preservar persiste. Se transforma. Busca otras formas, otras superficies sobre las que inscribirse.

En ese umbral entre pérdida y reconstrucción, el arte aparece como gesto de afirmación y de resistencia. No sólo como testimonio, sino como forma activa de existencia: bordar sobre ruinas, coser sobre heridas, construir sentido en el hueco que deja la ausencia. Las obras que surgen en contextos de desplazamiento—ya sea por guerra, migración forzada, colonización, violencia estructural o desintegración cultural—intentan narrar lo que fue, imaginar lo que podría haber sido y, a veces, lo que aún podría ser.

I. DEL DESARRAIGO A LA PERMANENCIA: EL ARTE COMO ARCHIVO AFECTIVO

En muchas culturas, los textiles han sido más que simples objetos utilitarios: han servido para transmitir saberes, sostener la memoria y resistir el olvido. En contextos de exilio o violencia, estas prácticas se intensifican y se vuelven actos de afirmación frente a la pérdida. Hacer con las manos lo que ya no se puede decir con la lengua: ese es, muchas veces, el gesto que funda una nueva posibilidad de habitar.

Cuando todo se ha desintegrado—el territorio, la lengua, los nombres propios—, el arte no opera simplemente como testigo. Es también una forma de estar, de anclar el cuerpo, de preservar una continuidad emocional en medio de la fractura. En ese sentido, funciona como archivo: no un archivo frío ni institucional, sino un archivo afectivo, capaz de contener lo que no entra en los discursos oficiales. Lo que se guarda no es únicamente información, sino emoción, gesto, vibración. Una memoria que se transmite no por vía de la palabra, sino por contacto, repetición, insistencia. Una memoria que se encarna.

Así, lo textil—por su cercanía al cuerpo, por su vínculo con lo doméstico, lo cotidiano, lo femenino—se vuelve uno de los soportes privilegiados de esta transmisión silenciosa. No es casual que, frente al horror, tantas comunidades hayan recurrido a la aguja y al hilo: las arpilleras chilenas durante la dictadura, los tapestries afganos tras las invasiones, las colchas de memoria en contextos de epidemias o violencia racial. En todos esos casos, la práctica textil condensa duelo y resistencia, dolor e insistencia. Bordar o coser no es un simple pasatiempo, sino una estrategia vital: un modo de conservar lo propio cuando lo propio ha sido puesto en riesgo.

Este tipo de arte no narra de forma directa: cifra. Habla desde el fragmento, desde lo que no se puede mostrar del todo. Y en ese gesto cifrado, se vuelve profundamente político. No por panfleto, sino porque resiste la desaparición. Porque afirma, con sutileza y tenacidad, que hubo una historia, un cuerpo, una experiencia que merece ser recordada.

A lo largo de esta nota, vamos a explorar obras que se inscriben en ese territorio movedizo entre pérdida y permanencia. Obras que no sólo cuentan un exilio, sino que se hacen cargo de él. Que convierten el desarraigo en materia sensible, y el arte, en refugio. Porque incluso en los márgenes más extremos, cuando todo parece haberse deshecho, persiste el deseo de dejar huella. Y a veces, basta con un hilo para empezar a reconstruir.

II. JAKKAI SIRIBUTR Y LA CARTOGRAFÍA DEL DESPLAZAMIENTO

En There’s No Place, el artista tailandés Jakkai Siributr transforma el desecho en testimonio. Camisas de segunda mano, donadas o compradas en mercados callejeros, se convierten en superficies donde se borda una historia colectiva: la del pueblo rohingya, una minoría musulmana perseguida en Myanmar y empujada a una diáspora constante, marcada por el despojo, la violencia y el silencio internacional. El gesto de bordar, paciente y minucioso, opera aquí como un acto de contraescritura: sobre el tejido anónimo de las prendas—tan impersonales como los campos de refugiados que retratan—se inscriben escenas de huida, pérdida y resistencia.

La elección del textil no es ingenua. Siributr trabaja sobre uniformes escolares y camisas masculinas que recuerdan a los trajes institucionales del sudeste asiático, donde la ropa muchas veces condensa jerarquías coloniales, disciplina y exclusión. Al intervenir estas prendas con bordados brillantes, casi infantiles en su colorido, el artista subvierte el lenguaje del poder y restituye, puntada por puntada, una narrativa otra. Los cuerpos ausentes—expulsados, borrados, disueltos en las fronteras—reaparecen como hilos que cosen el territorio perdido. El uniforme, otrora emblema de control, deviene en mapa de lo irreparable.

Las escenas bordadas—botes repletos de figuras diminutas, carpas precarias, ojos que miran desde el fondo de una selva—documentan el exilio, y de cierta forma lo reconfiguran. El espectador ya no puede mirar desde la distancia cómoda del dato o la cifra: se ve forzado a leer lo que está cosido con cuidado, lo que tomó horas, días, quizás semanas. La lentitud del bordado exige una atención ética. Es, en cierto modo, un acto de duelo. Un duelo por lo que no fue escuchado, por lo que no llegó a puerto, por lo que se archivó sin nombre.

En el universo visual de Siributr, el textil se convierte en archivo afectivo. Un archivo que no almacena información sino experiencia. La ropa usada carga memorias de otros cuerpos, y al ser bordada se convierte en superficie compartida entre pasado y presente, entre dolor privado y conciencia pública. No hay grandilocuencia en su obra: sólo camisas rotas, hilos brillantes y la obstinación de seguir bordando, de seguir nombrando, de seguir haciendo memoria cuando todo lo demás ha sido silenciado.

III. DANA AWARTANI Y LA REPARACIÓN COMO GESTO ESPIRITUAL

En el corazón de la obra de Dana Awartani (n. 1987, Yeda, Arabia Saudita) late una tensión fundamental entre pérdida y cuidado. Su trabajo se inscribe en una genealogía sensible que asocia la práctica artística con una forma de reparación: no en términos terapéuticos individuales, sino como un gesto espiritual y colectivo. Awartani proviene de una región marcada por desplazamientos forzados, ocupaciones y ruinas culturales. Su formación en arte islámico tradicional y su interés por los saberes antiguos se combinan con una mirada profundamente contemporánea sobre la fragilidad del presente.

Come, let me heal your wounds… Let me mend your broken bones, una de sus obras más emblemáticas, se sitúa justo en ese cruce. La pieza parte de un gesto simple y profundamente simbólico: bordar con hilo de oro y hierbas medicinales sobre una tela que reproduce los patrones geométricos tradicionales de los azulejos de una casa palestina bombardeada en Jerusalén. Frente a la violencia de la destrucción, Awartani responde con un acto de cuidado minucioso, casi ritual. No reconstruye la ruina: la borda, la acaricia, la repara sin borrarla.

El título mismo—una invitación íntima, casi maternal—posiciona la obra como un espacio de refugio. Pero ese refugio no es idílico ni nostálgico: es una zona de trabajo, de contacto con el dolor. En lugar de denunciar directamente la violencia política, Awartani la envuelve en una práctica que entrelaza el arte, la medicina ancestral y la espiritualidad. Cada puntada se vuelve una forma de duelo y de rezo. Las hierbas utilizadas—lavanda, cúrcuma, mirra, entre otras—remiten a prácticas curativas que anteceden a los sistemas modernos de salud y cargan con una memoria encarnada de generaciones.

El textil, como en tantas otras obras surgidas del exilio o el trauma colectivo, vuelve a operar aquí como un soporte privilegiado de la memoria afectiva. Pero en el caso de Awartani, ese soporte adquiere un carácter sagrado: no es únicamente un archivo, sino un altar. La repetición del gesto—zurcir, bordar, cuidar—construye una forma de tiempo lento, contrapuesto al vértigo de la destrucción. Una forma de resistencia silenciosa que no busca reconstruir lo perdido, sino acompañarlo, sostenerlo, envolverlo.

En Come, let me heal your wounds…, el arte se convierte en un lenguaje que no grita, pero tampoco calla. Se instala en un lugar intermedio, donde el dolor no se niega, pero tampoco se fetichiza. En lugar de ofrecer una imagen de denuncia explícita, la obra propone una ética del cuidado: una forma de estar con el otro en su herida, sin apropiársela. De este modo, Awartani no solamente preserva una memoria cultural amenazada, sino que imagina una continuidad simbólica que no depende del territorio físico, sino del gesto compartido.

IV. ENCUENTROS Y RESONANCIAS: CUANDO EL HILO DICE LO QUE LA LENGUA NO PUEDE

Aunque surgen desde geografías, religiones e historias distintas, las obras de Jakkai Siributr y Dana Awartani vibran en una misma frecuencia afectiva. El primero se acerca al relato desde un impulso casi documental, recopilando testimonios de los refugiados rohingya en su tránsito forzado por el mar. La segunda trabaja desde una dimensión más ritual, enraizada en saberes tradicionales y en una visión espiritual del cuerpo herido. Y sin embargo, ambos artistas se encuentran en el deseo compartido de reparar lo irrecuperable, de nombrar lo que ha sido silenciado, de preservar una historia que podría—de hecho, que intenta—ser borrada.

Lo que une a ambas propuestas no es una estética ni una ideología, sino una ética del cuidado y del tiempo. En sus obras, el bordado aparece como un gesto de lentitud frente a la urgencia de la pérdida. Cada puntada se vuelve acto de presencia, forma de compañía, inscripción de una memoria que no cabe en el lenguaje verbal. En contextos donde la lengua ha sido desarticulada—por el exilio, por la censura, por el trauma—, el hilo se convierte en una forma de decir lo indecible. Una lengua táctil, intuitiva, transmitida más por los dedos que por la boca.

Estas obras dialogan también con una genealogía más amplia de prácticas textiles surgidas en territorios atravesados por la violencia y el despojo. Las arpilleras chilenas, producidas por mujeres durante la dictadura de Pinochet para denunciar desapariciones forzadas; los bordados afganos que documentan décadas de conflicto bélico; las mantas sudafricanas creadas en duelo por las víctimas del VIH; los pañuelos bordados en México en memoria de los desaparecidos. Todas estas piezas no sólo comunican, sino que tejen comunidad. Hacen del acto de bordar un espacio político, un archivo afectivo, una posibilidad de imaginar otras formas de existencia.

En ese sentido, el hilo se vuelve una lengua franca del desplazamiento: une sin necesidad de traducción, transmite sin mediación institucional, se mueve de mano en mano, de cuerpo en cuerpo. En lugar de fijar una identidad cerrada, permite una transmisión abierta, porosa, en constante reescritura. Tanto Siributr como Awartani—con sus hilos de dolor, de oro, de oración, de memoria—construyen refugios que no buscan volver al pasado, sino sostener lo que queda en el presente. Bordar, así, no es un acto decorativo: es un modo de habitar el mundo cuando ya no hay tierra firme.

Pero a veces, lo bueno no permanece. A veces se rompe, se pierde, se disuelve entre fronteras, naufragios y lenguas olvidadas. ¿Qué significa entonces desear la permanencia, cuando todo lo sólido ha sido arrancado? ¿Dónde se inscribe ese amor cuando no hay patria, ni cuerpo, ni archivo que lo resguarde?

Las obras que habitan el exilio no buscan eternidad en el mármol ni grandeza en la consagración histórica. Persisten en lo efímero: una tela bordada, una forma repetida, una memoria compartida en silencio. No son monumentos, sino umbrales. No buscan clausurar el pasado, sino sostener el duelo, ofrecer refugio, imaginar continuidad en la herida.

Frente al olvido, estos gestos íntimos abren otros modos de transmisión: no de lo fijo, sino de lo vivo. Lo que se hereda ya no es un legado cerrado, sino un relato fragmentario, abierto al deseo, al afecto, a la reparación. En esas puntadas, en esas repeticiones, en ese acto amoroso de bordar lo que falta, hay un intento de decir: esto también existió, esto aún importa, esto merece permanecer.

Así, tal vez, sea en lo que parece perdido, lo incompleto, donde se cumpla la intuición de Platón: el amor, el deseo de permanencia, no está en la grandeza ni en lo eterno. Está en lo que resiste desde su fragilidad, en lo que persiste sin insistir, en lo que se re-crea, aún exiliado, a través del gesto más pequeño. Porque el impulso amoroso no es solo hacia el otro, sino también hacia la inmortalidad: hacia dejar una marca, un testimonio, una belleza que sobreviva a la pérdida de un hogar.

Allí donde no hay tierra ni archivo, el arte borda una forma de ser recordado, de afirmar que existió. Y aunque lo bueno no permanezca para siempre, el arte, con su silencio y su fragor, continúa sosteniendo lo irremediable, dándole una vida que no se apaga, aunque la patria ya no esté.