Por OSCAR MOSCARIELLO / Secretario de Relaciones Parlamentarias e Institucionales
La reciente concesión del Premio Nobel de la Paz a la organización japonesa de sobrevivientes de Hiroshima y Nagasaki ha servido como un poderoso recordatorio de que la humanidad sigue al borde de su propia autodestrucción.
Vivimos en un mundo que dispone de armas capaces de aniquilar nuestra civilización en pocos instantes y, sin embargo, este tema rara vez tiene espacio en el debate público. Sigue excluido de los noticiarios y de las conferencias. Inexplicablemente, la sociedad actual no le teme a la amenaza nuclear con la intensidad que debería. Quizás porque muy pocos conservan una memoria viva del terror vivido hace más de 70 años con las primeras y únicas bombas atómicas lanzadas sobre poblaciones civiles.
La temática es además central para entender la política internacional contemporánea. En un escenario donde las grandes potencias disponen de arsenales nucleares suficientes para destruirse mutuamente, una guerra declarada y formal parece casi imposible. En su lugar, han proliferado guerras híbridas, que se libran en el ciberespacio, en la esfera del desarrollo tecnológico, en las sombras del espionaje o a través de los disparos de actores (oficialmente) no estatales. Estas nuevas formas de conflicto son subproductos directos de un equilibrio de poder frágil, mantenido por la posibilidad de una destrucción mutua asegurada.
Las estadísticas recientes son escalofriantes: existen hoy más de 13.000 armas nucleares en el mundo, concentradas en su mayoría en Estados Unidos y Rusia. La mera existencia de este poder destructivo debería ser motivo suficiente para mantener un diálogo constante sobre la amenaza nuclear, pero la apatía parece dominar la opinión pública.
Ahora bien, la concesión del Premio Nobel de la Paz refleja claramente el resurgimiento de la amenaza nuclear tras la guerra en Ucrania, donde Vladimir Putin ha insinuado en varias ocasiones la posibilidad de utilizar estas armas. Lo más inquietante es que este riesgo podría materializarse de manera disimulada. Un “accidente” en la central nuclear de Zaporiyia, la instalación más grande de Europa y foco constante de tensión durante el conflicto, podría desencadenar efectos catastróficos equivalentes a los de un ataque nuclear directo.
En medio de esta peligrosa coyuntura, hay un argentino central en la lucha por la no proliferación y el control de la energía nuclear: Rafael Grossi, actual director general del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA). Bajo su liderazgo, la OIEA ha trabajado incansablemente para garantizar la seguridad de las instalaciones nucleares, especialmente en Ucrania.
Grossi ha sido una voz crucial en los esfuerzos por evitar un desastre en Zaporiyia, insistiendo en la necesidad de establecer una zona de protección alrededor de la planta y monitoreando de cerca las tensiones que la rodean. Sus declaraciones, firmes pero diplomáticas, subrayan la urgencia de desactivar cualquier riesgo nuclear en el contexto de este conflicto.
El trabajo de Grossi, al igual que el reciente Premio Nobel de la Paz, debe pues instarnos a no bajar la guardia y a reiterar con firmeza: armas nucleares: “nunca más”.