El sistema acusatorio como política de Estado

MARIANO CÚNEO LIBARONA / Ministro de Justicia de la Nación

n el mes de diciembre de 2014, el Congreso Nacional sancionó la ley 27.063, mediante la cual aprobó una nueva legislación procesal penal para la justicia federal y para la justicia penal de la Ciudad de Buenos Aires. Originalmente, el cuerpo normativo fue denominado Código Procesal Penal de la Nación; en 2016, una ley modificatoria lo redefinió parcialmente, y lo reconvirtió en el Código Procesal Penal Federal.

El régimen legal sancionado fue presentado como una manifestación del llamado sistema acusatorio. Básicamente, se trata de un modelo de juzgamiento de los delitos en el que la fiscalía promueve la acción pública y es la responsable de la investigación, en el que la defensa cumple su tarea en igualdad de condiciones con la acusación, y en el que los jueces asumen un rol neutral, autorizan las medidas de injerencia en derechos constitucionales (detenciones, allanamientos, intervenciones telefónicas, etc.) y disponen la responsabilidad de los intervinientes en los delitos. Otra de sus cualidades salientes es la oralidad, es decir, una dinámica en razón de la cual las partes litigan y argumentan de viva voz, en audiencias públicas dirigidas por un juez imparcial, que resuelve inmediatamente después de escuchar los planteos que se le formulan. El cambio de paradigma también es notorio en la gestión del trabajo: la instalación de oficinas judiciales libera a los jueces de tareas administrativas, para que puedan enfocarse exclusivamente en la decisión de los casos sometidos a su conocimiento. Con diferentes variantes, es el régimen que se aplica en Estados Unidos, el Reino Unido y en muchos otros países.

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El sistema acusatorio suele reivindicarse como una política superadora de un modelo antagónico, llamado inquisitivo. Este modelo se caracteriza por la presencia estelar del juez de instrucción, un magistrado encargado de investigar el hecho, resolver el caso y, al mismo tiempo, custodiar los derechos de las personas que son objeto de su propia investigación. El proceso inquisitivo es predominantemente escrito, burocrático y lento. La opacidad del trámite favorece la delegación del trabajo, diluye la responsabilidad, e impide la rendición de cuentas de los magistrados por el resultado obtenido y por el cumplimiento de las reglas del procedimiento.

A través de esta correcta iniciativa, se buscó modernizar el funcionamiento del sistema de justicia penal a nivel federal, que había quedado rezagado en relación con el que ya regía en la mayoría de las provincias. Más allá de algunas objeciones solo técnicas, la necesidad de la reforma no estuvo en disputa.

Junto con el Código Procesal Penal, el Parlamento dictó una serie de leyes complementarias, que procuraban adecuar la estructura institucional a las necesidades del nuevo modelo. En una decisión inhabitual, los legisladores encomendaron a una Comisión Bicameral del Congreso la tarea de ejecutar un cronograma de implementación progresiva, que pusiera en marcha el sistema procesal en cada uno de los distritos territoriales que conforman el Poder Judicial de la Nación.

Luego de casi diez años desde la sanción de la ley, la reforma registra magros avances. El Código fue puesto en vigencia únicamente en la justicia federal con asiento en Jujuy y Salta. En el resto del país, continúa aplicándose el régimen anterior, conjuntamente con reglas aisladas del nuevo sistema, que la Comisión Bicameral habilitó con buenas intenciones, aunque sin mayores fundamentos. En los últimos cuatro años, la implementación se estancó por completo, pese a los justificados reclamos provenientes de los ámbitos académicos, profesionales e, inclusive, políticos. Por lo tanto, estamos muy mal y en deuda.

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En este contexto, es prioritario reanudar el proceso de reforma ya aprobado y garantizar uniformidad en la administración de justicia penal. La coexistencia de dos códigos diametralmente opuestos genera múltiples inconvenientes, que saltan a la vista. El funcionamiento del fuero federal resulta alterado por la circunstancia fortuita del lugar en el que queda radicado el caso. En donde se aplica el sistema acusatorio, los procesos son más breves y arrojan mejores resultados. Su eficacia y calidad no ha sido discutida. Basta con examinar las estadísticas. La disparidad en las reglas aplicables complica el desarrollo de investigaciones complejas de alcance interjurisdiccional, porque las atribuciones de jueces y fiscales mutan según el distrito interviniente. A su vez, el solapamiento entorpece la labor de la Cámara Federal de Casación Penal, que debe resolver los recursos aplicando sistemas procesales y trámites distintos.

De todas maneras, la urgente implementación del Código Procesal Penal Federal en el resto del país responde a una razón más elemental. El modelo acusatorio, por su propio diseño, es una política pública promisoria para revertir la reactividad del sistema de justicia. En la actualidad, la selección de los casos que dan lugar a una condena es predominantemente aleatoria. ¿Qué significa esto? Que los magistrados trabajan sobre casos que, en su mayoría, son el resultado de detenciones en flagrancia efectuadas por las fuerzas de seguridad; por ejemplo, incautaciones de estupefacientes en rutas nacionales, o secuestros de dinero en aeropuertos o controles fronterizos. Al trabajar de esta manera, el Estado federal responde de modo ineficaz y no logra impactar en las organizaciones criminales a las que debemos apuntar. Esta observación no debe interpretarse como una crítica al desempeño de los magistrados en particular, sino como una consecuencia ya verificada del obsoleto sistema que emplean y que debemos reemplazar.

El nuevo régimen procesal, en cambio, permite a las fiscalías tomar el control de la persecución penal y ejecutar estrategias proactivas acordes a las necesidades de cada región del país. Dado que los recursos disponibles son finitos, el sistema acusatorio facilita el desarrollo de investigaciones dirigidas a neutralizar fenómenos criminales previamente identificados, tales como la corrupción, el narcotráfico, el terrorismo, los fraudes a la administración pública, la trata de personas, el contrabando o la cibercriminalidad, por ejemplo. La posibilidad de establecer prioridades en la persecución penal y, de este modo, direccionar la reacción del sistema de justicia a los casos más graves, es un aspecto fundamental de la política de fortalecimiento institucional.

Quisiera mencionar solo dos ejemplos que ilustran esta afirmación. El primero es la corrupción gubernamental. La Argentina debe mejorar su ubicación en el Índice de percepción de la Corrupción elaborado anualmente por la Asociación Transparencia Internacional. Según la última edición de este informe, el país obtuvo tan solo treinta y siete puntos sobre cien, y quedó relegado al puesto noventa y ocho entre ciento ochenta Estados evaluados. Entre las razones que explican esta decepcionante calificación, se destaca la incapacidad del sistema penal para concluir en tiempo y forma este tipo de procesos, que duran muchos años, castigar a los funcionarios responsables y devolver al pueblo el dinero malversado. La demora en administrar justicia es inaceptable, no es justicia y perjudica a la víctima, a los propios imputados y, especialmente, a la sociedad defraudada por las prácticas corruptas. En este sentido sugerimos la creación de una fiscalía anticorrupción especializada con amplios recursos.

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El segundo ejemplo de debilidad institucional vinculado a la mala performance de la administración de justicia federal es el crecimiento inusitado de la violencia originada en el accionar de organizaciones criminales. Según las estadísticas que difunde la Fiscalía General de la Provincia de Santa Fe, el aumento en el número de homicidios violentos verificado el año pasado en Rosario y su zona metropolitana obedece en gran medida al despliegue territorial de bandas cada vez más numerosas, que disponen de ingentes recursos económicos y aterrorizan a la población. Frente a esta situación, es crucial priorizar el desarrollo de investigaciones por lavado de activos y extinción de dominio, que permitan hacer mella en el crimen organizado y privar a los delincuentes del producto de su actividad ilícita. La justicia federal debe asegurar que el delito no rinda beneficios.

El señor presidente Javier Milei, a través del Ministerio de Justicia, ratifica su determinación de concluir sin mayor demora el proceso de reforma procesal en el orden federal. El desafío que tenemos por delante representa una cuestión prioritaria de nuestra gestión, que compartimos con la Corte Suprema de Justicia de la Nación, la Procuración General de la Nación, la Defensoría General de la Nación, el Consejo de la Magistratura, el Parlamento Nacional y el conjunto de los magistrados judiciales comprometidos con un sistema de justicia moderno y eficiente. La instauración del sistema acusatorio no debe ser vista como un fin en sí mismo, es decir, como la mera predilección teórica o estética respecto de un modelo de enjuiciamiento. Estamos persuadidos de que hay mucho más en juego: se trata de ejecutar una política pública conducente para robustecer la legitimidad de las instituciones federales y para disminuir ciertas formas de criminalidad compleja que amenazan la vigencia del Estado de derecho.

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La implementación del sistema acusatorio, naturalmente, no basta para asegurar una justicia más confiable. Vamos por más, por eso trabajamos en otras acciones y reformas complementarias. Por un lado, la cobertura expedita de los numerosos cargos vacantes, a través de la designación de jueces, fiscales y defensores idóneos. Por el otro, la modernización de los procesos de gestión de la Oficina Anticorrupción y de la Unidad de Información Financiera, para que estén muy activas y promuevan el combate contra el delito. Asimismo, contemplamos la sanción de una ley anticorrupción, que prevea nuevos delitos, incremente las penas e incluya el sistema de “ficha limpia”; una modificación en la regulación del decomiso con y sin condena previa; una ley de juicio rápido y plazo razonable de duración del proceso; y la incorporación del juicio por jurados a nivel federal, pendiente desde la sanción de la Constitución Nacional en 1853 de Juan Bautista Alberdi. Por último, someteremos a consideración del Poder Legislativo un nuevo régimen penal juvenil, y propondremos importantes reformas a la ley de víctimas y otras disposiciones que sin duda contribuirán a afianzar la justicia. Trabajaremos sin descanso hasta alcanzar los objetivos que nos hemos propuesto. Nuestro país lo necesita.