“Lo mío” en “lo nuestro”, hacia el entendimiento de la complejidad

Por FERNÁN QUIRÓS / Ministro de Salud porteño

La relación entre el liberalismo, la libertad y el interés colectivo está presente en el debate desde el inicio de la edad moderna. José Rodrigues Dos Santos cuenta, en El secreto de Spinoza, que corría el año 1640 en Ámsterdam cuando el pequeño Baruch Spinoza observó la expulsión de un judío de la sinagoga por cuestionar aspectos religiosos. Primero duda y luego se pregunta: “¿Y si quienes lo expulsan estuvieran equivocados?”. Intentaremos aplicar estos conceptos en los tiempos que corren.

Nuestra identidad se compone con lo que hemos vivido, nuestras relaciones y la forma en que interactuamos con el entorno y nos adaptamos a él. En la actualidad, transitamos una época global caracterizada por una dinámica acelerada, donde todas las dimensiones de nuestra vida van cambiando en lo cotidiano. Nunca estuvimos expuestos a una vida tan larga, a lo largo de la cual ocurren tantos cambios, que nos llevan a mudar de ropaje tantas veces.

Este es el caldo de cultivo para definir el estado más significativo de la época: la incertidumbre. Situación que alcanzó su grado máximo en los años de pandemia y nos ha dejado impactos significativos en la salud mental, en el deterioro del sentido de la vida y en la forma en que nos vinculamos.

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En la búsqueda de mitigar la angustia, el miedo y a veces la bronca generada por la incertidumbre, las personas responden de manera variable. Una de esas formas es construyendo diques de seguridad personal (“lo mío”). Este dique es una protección frágil, lo cual nos lleva a vincularnos con personas que han construido diques similares en la búsqueda de una muralla más robusta. Así se forman comunidades de personas que resuelven la incertidumbre agrupándose por afinidad de pensamiento. Y entre ellos se afirman en sus ideas y rigidizan sus comportamientos.

El cuidado de lo propio también significa gratificarnos con estímulos externos y activar el circuito neuronal de recompensa. Hay diferentes formas de ello, como adquirir bienes, consumir pastillas o sustancias, recibir muchos mensajes o likes, etc. Este circuito es muy engañoso porque primero se disfruta, pero suele ir exigiendo cada vez más de lo mismo para activar una similar sensación de bienestar. Al final nos encuentra devastados, porque ya no logramos sentirnos bien con ningún estímulo externo. En definitiva, la búsqueda de la felicidad, basada solo en la gratificación propia por estímulos externos, es un camino sin destino virtuoso.

Otras personas creen que, una vez alcanzado el éxito o un porvenir por encima del promedio, es necesario considerar las necesidades de los más desprotegidos para que el interés colectivo (“lo nuestro”) se alcance. Consideran que las libertades individuales se limitarían si la totalidad de la sociedad no lograse alcanzar también el bienestar y si las condiciones donde desplegarse no estuvieran aseguradas. En aquellos países donde esta dinámica es imperante, las personas que pretenden esforzarse para mejorar su destino individual refieren que el Estado las agobia en pos de un conjunto que, además, nunca ven mejorar.

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Llevando el escenario a la simplificación extrema, la mirada de “lo mío” pierde de vista que en la vida en sociedad es impensable desentenderse del destino de la mayoría. Y la mirada de “lo nuestro” pierde de vista que, sin libertades personales, se degradan la íntima convicción y la voluntad para esforzarse en salir adelante, y así los pueblos difícilmente se desarrollen.

Si ambas estrategias se presentan como contrapuestas, se pierde la armonía entre nosotros y nuestros vínculos sociales. Así, vivimos una época donde muchas personas sienten que no son reconocidas o escuchadas como se merecen y muy pocas personas tienen la armonía interior suficiente como para escuchar y reconocer al otro. Esto genera una sociedad de buscadores de algo que muy pocos están dispuestos a dar (la escucha empática y la valoración del otro).

Hoy es época de grupos de afinidad con convicciones fuertes y cerradas. Y aquel que no se adscriba a alguna de ellas es visto como incapaz de aportar soluciones. Sorprendentemente los unos y los otros consideran que tienen la verdad absoluta, sin fisuras. Y cuando se las encuentra, las invalidan analizando que las fisuras del contrincante son más anchas y profundas. Gastamos nuestra energía, y la de la sociedad, empujando las ideas cuando nuestra mirada está en su buen momento político, y nos atrincheramos para resistir y criticar todo lo que ocurra cuando arrecian los momentos contrarios.

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La falta de integración social, donde compartir y contener los efectos de la incertidumbre, nos lleva a la pérdida de la salud (física, mental y espiritual). Aquí me gustaría volver a la escena de Spinoza y a “la duda” como un factor que facilita el aprendizaje y la comprensión. ¿Qué pasaría si todos hiciéramos como Spinoza y por un instante nos abrazáramos a la duda y desde ese lugar abriéramos nuestra razón y nuestro corazón a los ciudadanos que piensan distinto? ¿Y si gracias a ese proceso tomáramos conciencia del valor infinito de ser libremente uno, armonizado dentro de un conjunto que nos importa y ocupa? ¿Y si, gracias a comprender la mirada del otro, descubrimos que ambas miradas no son antagónicas?

Parece una propuesta poco adaptada al estilo político argentino, incluso podría verse como ingenua. Nos resulta más natural pensar que cuando uno tiene el poder debe imponer “su certeza” con la ilusión de que será el éxito definitivo de esa mirada. Ello llamativamente suele ocurrir utilizando los mismos instrumentos que anteriormente criticábamos al oponente. Eso sí, ahora utilizados por quienes están de nuestro lado del dique (“el correcto”). Más ingenuo parece ser el seguir insistiendo sobre este modelo de opuestos irreconciliables, de imposición mutua, que siempre nos deja en el mismo lugar.

Hay un camino para reencontrar un destino inclusivo del conjunto aplicable a la realidad actual y que está en el espíritu de nuestra nación. Se trata de la libertad individual de autodeterminarnos en un entorno donde los vínculos sociales y afectivos fortalezcan la trama que nos libera e integra a la vez. Se trata de generar bienestar sabiendo quién queremos ser y al mismo tiempo cooperando en la búsqueda de soluciones (“lo mío en lo nuestro”). Los vínculos afectivos además alimentan nuestro espíritu, procesan la incertidumbre y nos dan un sentido más profundo de bienestar, estimulando otras sustancias químicas más duraderas que las que activa el circuito de recompensa.

El cambio difícilmente ocurra esperando que los demás modifiquen su comportamiento. El cambio que transforma empieza en cada uno de nosotros y requiere que eso ocurra en una mayoría de nuestra sociedad, incluidos sus líderes. ¿Cómo se facilita? Con mecanismos de integración humanizados, donde estemos dispuestos a dar nuestro aporte en alguna de las dimensiones que nos determinan como seres humanos viviendo en sociedad y que incluyan más allá del entendimiento de la razón, a las personales en su integralidad física, mental, espiritual y social.