Cómo combatir la inflación

Por RODOLFO TERRAGNO / Dirigente político

A principios de siglo, la inflación anual de la Argentina era de 6,1%. Este año llegó a 142,7 en diez meses. Sólo Venezuela, Zimbawe y Sudán tienen una inflación más alta. Pero no es imposible bajarla. La inflación se produce, en general, cuando la demanda es mayor que la oferta.

Una de las estrategias que pueden seguir los gobiernos es transformar el gasto público para promover la inversión y la productividad del sector privado.

No es la única estrategia posible. Las principales son: tipo de cambio fijo, tipo de cambio flexible, tipo de cambio fluctuante dentro de ciertos límites, elevación de las tasas de interés, alza de impuestos o control de precios. Cada una tiene distinta eficacia, rapidez y efectos secundarios.

Todas pueden fracasar en caso que circunstancias externas hagan disminuir las exportaciones, alentar las importaciones y obligar a un aumento del gasto público.

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Pero esas circunstancias son infrecuentes y es posible tener medidas para minimizar crisis de ese tipo. La reciente pandemia hizo que algunos países se vieran obligados a gastar lo que no tenían, y recurrieran a la emisión de moneda sin respaldo. Esto, con ser ineludible, no podía sino provocar, a posteriori, inflación y deuda.

En Europa, la Guerra de Ucrania ha provocado una crisis energética, consecuencia de las restricciones impuestas por Rusia al suministro de petróleo y gas natural. El consecuente aumento de precios hizo que la Unión Europea registrara la mayor tasa de inflación de su historia.

Pero, en América Latina, el caso que mejor demuestra el impacto de los shocks externos ocurrió en los ‘80. Era el tiempo de la llamada “crisis de la deuda”, causada por la sobreoferta de créditos que, en la década anterior, había realizado la banca internacional, necesitada de colocar excedentes de depósitos. Eran los depósitos procedentes de los países de la OPEP, que en un año había llevado el precio del petróleo de 1,62 a 9,31 el barril.

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Ese descomunal aumento causó una imprevista stagflation (recesión más inflación) en Estados Unidos, que para contener la inflación elevó la tasa de interés a 21 %.

Como consecuencia se encareció el servicio de la deuda en los países de la región, así como el costo de importar insumos de países industriales. A lo cual se agregó la caida de los precios internacionales de las materias primas.

La Argentina debía lidiar, además, con el legado económico de la dictadura después de la guerra de Malvinas: un déficit fiscal de casi 16% del producto y una deuda que, para cancelarla, habría sido necesario poner la mitad de los dólares que producían las exportaciones.

En todo caso, no sólo la Argentina padeció la hiperinflación (1989-90, hasta 3.709%). También la sufrieron, entre varios países de la región, Perú (1989-90, hasta 7.649%) y Brasil (1988-90, hasta 2.947 %).

En periodos normales, hay países que alcanzan tasas de inflación muy altas, debido a gobiernos dadivosos que dilapidan recursos del Estado y además son inoperantes. O que tienen prioridades distorsionadas por albergar bolsones de corrupción.

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Otros logran combatir exitosamente la inflación, pero prolongan demasiado su estrategia y terminan provocando un estallido.

Es el caso de la Argentina, que logró derrotar a la hiperinflación recurriendo a la convertibilidad. Tuvo con ella un éxito espectacular, pero la estrategia terminó siendo contraproducente.

Empezó bajando la inflación de 2.314 a 0 en cinco años. Pero pasados once más, la Argentina casi no tenía dólares y había exceso de pesos en los bancos; se impuso un “corralito” —para que los ahorristas no pudieran retirar su dinero—y todo terminó en revueltas populares.

Al principio, el Gobierno dispuso una exacción de los depósitos a plazo fijo, reemplazándolos por bonos a diez años. Eso disminuyó el dinero en manos de la gente y las empresas, hizo innecesaria la emisión y frenó la demanda de dólares.

El Banco Central pudo así acumular divisas. Se estableció entonces una paridad: 1 peso = 1 dólar; y se dispuso que el Banco Central no pudiera emitir ni una sola moneda si no tenía en caja una moneda de dólar de igual valor.

Era como si el Banco Central emitiera dólares, pero sin sustituir el peso por el dólar.

Como hicieron todos los países que han dolarizado: Ecuador, El Salvador, Panamá, Micronesia, Islas Marshall, Kosovo, Montenegro, Palaos, y Timor Oriental.

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Eso habría hecho que la Argentina dependiera de la política monetaria y (en cierta medida) de la política económica de Estados Unidos.

Sin embargo, de algún modo dependía: la productividad argentina no era —y no es — igual a la norteamericana. Un ejemplo teórico: si Estados Unidos producía 10, Argentina producía 5. Los productos argentinos se volvieron muy caros, y eso afectó a las exportaciones; a la vez, los importados inundaban el mercado.

Antes de que el sistema implosionara, la privatización masiva tuvo un respiro, dado que entraron 2.000 millones de dólares.

Pero, exportando menos e importando más, la Argentina perdió en diez años 10.000 millones de dólares. Para mantener la convertibilidad el país se sobreendeudó y en 2001 ya no podía pagar lo que debía, se quedó sin crédito internacional y ocupó el segundo puesto en el índice mundial de riesgo-país. La implosión ocurrió a fines de 2001.

Las principales enseñanzas que dejó la convertibilidad son éstas:

-El tipo de cambio fijo da previsibilidad y estabiliza la economía.

-No puede ser 1 a 1, dado que se convierte en un ícono e impide hasta una mínima devaluación.

-Debe fijarse de manera que asegure la competitividad a largo plazo.

-Las medidas antiinflacionarias son coyunturales. No se las debe perpetuar.

A esto cabe añadir que la reducción del gasto público —necesaria habitualmente para completar el ataque a la inflación— hay que hacerla “quirúrgicamente”. Entrar al Estado con una topadora puede destruir cualquier política económica.