Por GRACIELA FERNÁNDEZ MEIJIDE y MARTÍN FERNÁNDEZ MEIJIDE
Hace algunas décadas Michel Foucault describió al poder como un ejercicio y no una sustancia, es decir, algo que se ejerce y que no se posee. Con frecuencia esto no parece quedar claro cuando algunos de nuestros políticos se sienten dueños del poder y dibujan una línea que separa a “ellos” de “nosotros”, no merecedores de consideración o de derechos.
También cuando confunden los recursos del Estado con los propios, o cuando proyectan décadas de continuidad en el poder, como si pensaran en algo parecido a un partido único de gobierno. O cuando proponen planes de gobierno que contiene párrafos como éste: “El mejor sistema educativo posible es uno donde cada argentino pague por sus servicios. Eso es así. No es debatible”.
El final de éste párrafo del plan de gobierno de Libertad Avanza se parece a una proclama de un gobierno de facto, es como si nos ahorraran el esfuerzo de pensar, si total ellos lo hacen por nosotros.
No, gracias. Quienes vivimos dictaduras sabemos lo que significa que alguien decida por nosotros, sobre nuestra vida o muerte, sobre nuestros derechos, los libros que podemos leer, las películas que podemos mirar. La democracia no es un ser sobrenatural que se posa mágicamente sobre nosotros y nos alimenta, nos cura y nos educa.
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Lo único que asegura la democracia es que con ella nos gobernamos a nosotros mismos, a través de nuestros representantes. Hacemos nuestras propias leyes, que a veces tenemos que ajustar o reemplazar por otras, defendemos nuestros puntos de vista o aceptamos otros y cambiamos de opinión, a pesar de que el orgullo suele ser la muralla más difícil de expugnar.
En estas PASO, la mayor convicción del votante pareció estar en lo que no quiere, mucho más que en lo que lo entusiasma. Los candidatos discutieron y presentaron medidas instrumentales aunque no apareció hasta hoy un proyecto que nos enamore.
Nadie puede declararse “enamorado” de medidas instrumentales como dolarizar, eliminar el Banco Central, blindar, borrar ministerios, etc.
En el terreno ideológico, el candidato Javier Milei suele citar a Alberdi y al período en el que fuimos potencia económica.
Es cierto que el último proyecto potente y duradero que existió fue el de Alberdi de su libro “Bases…” del año 1875. Fue un proyecto focalizado, entre otras cosas, en desarrollar las herramientas que nos permitieran exportar los productos de nuestro campo: por un lado el trazado ferroviario (los “caminos de hierro”) y un puerto eficiente orientados hacia el Atlántico, de donde provenía la demanda de materias primas y la oferta de productos manufacturados; por otro lado poblar con habitantes con habilidades para esa explotación agropecuaria, lo que resultó en una inmigración de muchos millones de personas de países distintos y culturas diversas.
Fue un proyecto territorial inmenso planeado por el Estado, centralizado y con vértice en Buenos Aires. Si los ferrocarriles y el puerto eran privados o públicos iba a ser una cuestión instrumental: hubo inversión estatal, empréstitos privados, dependiendo la época y un Estado siempre presente en la regulación y la gestión. El proyecto primó sobre lo instrumental y nos convertimos en el “granero del mundo”. Todos los programas de gobierno posteriores se desarrollaron sobre esta estructura territorial inicial.
¿Pero porqué no recordamos a Domingo Faustino Sarmiento, tan liberal como Alberdi, que promovió la Ley 1420 de educación obligatoria, gratuita y laica que se promulgó en el año 1884? ¿Alguien puede imaginar qué hubiera ocurrido con esa inmensa masa inmigratoria que llegó, se quedó y se reprodujo en el país, sin una escuela pública y sin una educación superior también pública para sus hijos y nietos?
Ese tremendo crecimiento económico se robusteció gracias a la diversidad cultural en las aulas de la educación pública y el guardapolvo blanco y al hospital público creado en el mismo espíritu con que Sarmiento pensó la educación Argentina. Milei suele acusar de comunistas a quienes piensan distinto. Tal vez Sarmiento era comunista y no lo sabía; ¿podrá en una sesión de espiritismo conectar con él y preguntarle?
Volviendo a aquel proyecto alberdiano, que tenía a la ciudad de Buenos Aires como centro de un sistema de transporte de mercancías que dio lugar al mayor crecimiento económico de nuestra historia, éste funcionó mientras la demanda y la oferta provenían sólo del Atlántico.
Se tornó ineficaz en la medida en que la realidad mundial fue cambiando: hoy los mercados se sitúan hacia todas las direcciones y muy fuertemente hacia el Oeste en dirección al Pacífico; el mayor intercambio comercial hoy lo tenemos con China y la ruta más corta debería ser a través de Chile.
La Argentina sufre el resultado físico de aquella centralidad de Buenos Aires con un tejido urbano hipertrofiado que concentra un tercio de la población del país y la mitad de su pobreza, luego de frustradas promesas de industrialización. Con la paradoja que hoy algunas de las mayores riquezas reales y potenciales se alinean sobre el lado contrario a lo largo de la cordillera: basta con citar el litio, los combustibles fósiles y la minería.
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La falta de un plan territorial impide que muchas de las provincias, alejadas de la capital, ofrezcan centralidades con mayor calidad de vida que atraigan población de conurbanos superpoblados y ahogados en la pobreza. Seguimos anclados en una organización territorial anacrónica, siglo XIX: ¿no sería bueno escuchar de parte de los candidatos algunas políticas innovadoras en términos de producción vinculada a una nueva regionalización y transformación territorial para el siglo XXI?
Estaría bien que no discutan sólo lo instrumental y en su lugar ofrezcan ideas transformadoras. Que olviden por un rato medir de manera oportunista las encuestas de opinión y pongan sus equipos a trabajar en ideas fuerza nuevas que enamoren, contextualizadas, abarcativas y creíbles. Pero sobre todo sin arrogarse la posesión del poder y la verdad y pretender que no sean sometidas a debate y a discusión democrática.