Por MARTÍN BALZA / Ex Jefe del Ejército Argentino
El 24 de marzo de 1816 a las nueve de la mañana inició sus sesiones, en la benemérita ciudad de Tucumán, “la esperanza de los pueblos libres”. La sede elegida respondía a su ubicación central, por estar protegida por el Ejército del Norte y para limar asperezas entre provincianos y porteños, agudizadas desde 1811 en adelante. Era el último suspiro de la Revolución de Mayo que, debilitada, parecía perderse definitivamente. Fue la última ancla echada en medio de la tempestad.
La revolución del 15 de abril de 1815 había derribado del poder a Carlos M. de Alvear y disuelto la Asamblea del Año XIII. Asimismo, había impuesto al nuevo gobierno, con carácter obligatorio, la convocatoria de un congreso general. Acorde con ello, el Director Supremo Ignacio Álvarez Thomas convocó a las provincias a reunirse en un congreso nacional ante un cielo cubierto por amenazadoras nubes de pesimismo e incertidumbre: la revolución de toda América se tambaleaba.
En México se había extinguido con la caída del cura José María Morelos y Pavón. En Venezuela y el Virreinato de Nueva Granada, los realistas habían quebrado la resistencia patriótica, y Bolívar se había refugiado en Jamaica. En Chile, la reacción española obligó a O´Higgins a buscar refugio en Mendoza. El desastre de Sipe-Sipe permitió abrir una brecha en la frontera norte, y Jujuy y Salta ingresaron a la lista de provincias desoladas.
Encuesta en la provincia de Buenos Aires a un mes de las PASO
La reconquistadora expedición realista parecía concretarse con la caída de Napoleón en Europa, y la Santa Alianza amenazaba en conjunto a los pueblos europeos y americanos. La política imperialista portuguesa no cesaba en sus objetivos de ocupación de la Banda Oriental. Por su parte, el frente interno presentaba profundas y temibles grietas.
El caudillismo había iniciado su acción y sus cabecillas se disputaban la supremacía. Desde el punto de vista económico, la paralización del comercio con Chile y con el Norte hacía sentir sus consecuencias. Santa Fe era asolada por malones e incursiones de la escuadra española. El silencio de Buenos Aires ante sus hermanas que sufrían exacerbó los ánimos contra el centralismo porteño. En el Congreso, carecieron de representación la Banda Oriental, Corrientes, Entre Ríos y Santa Fe.
Pese a tan incierto panorama, el Congreso inicia sus sesiones. Dos cuestiones medulares conmovían a los hombres sobre los que recaería la responsabilidad de una victoria magna o el sinsabor de una agria derrota: la declaración de la independencia y la forma de gobierno.
Los Congresistas poseían una dinámica de la independencia ínsita en la idea de la libertad, y fueron elegidos entre los más respetables y los de mejor preparación intelectual de cada provincia: Laprida, Oro, Paso, Maza, Loria, Uriarte, Godoy Cruz, Gascón, Sánchez De Bustamante, Colombres, Serrano, Acevedo, Gorriti, Medrano, Aráoz, Boedo, Gallo, Bulnes, Darregueyra, Malabia, Cabrera, Thames, Castro Barros, Pacheco de Melo, Anchorena Y Pueyrredón. No puedo omitir la influencia que sobre ellos ejercieron los egregios padres de la República: San Martín y Belgrano, sin ellos la historia argentina habría sido distinta.
No obstante la aparente concordancia, la desunión era evidente. Tres grupos definidos frenaban la acción en el seno de la Asamblea. El primero, integrado por los diputados de Buenos Aires, esgrimía el característico centralismo porteño. El segundo, acaudillado por los diputados de Córdoba, aglutinaba a algunas provincias. El tercero, lo componían los representantes del Alto Perú.
El localismo no había sido desterrado aún, largas y cruentas luchas intestinas estaban por delante; el drama interno se exacerbaba día a día. Así lo define Bartolomé Mitre: “En uno de los momentos más solemnes de la historia argentina San Martín y Belgrano se hallaron al lado del Congreso, inoculándole su espíritu, excitándolo a declarar la Independencia, y le prestaron el apoyo de sus nombres y de sus espadas, participando de las mismas ideas políticas (…) Fueron las dos robustas columnas y los verdaderos autores de la Independencia argentina, y los que con sus victorias anteriores y trabajos posteriores hicieron posible su declaratoria y obligaron al mundo a reconocerla como un hecho incuestionable”.
Mitre se refiere a los triunfos de Belgrano en Tucumán y Salta en 1812 y 1813; y a la concreción del Plan Continental de San Martín a partir de 1817 (desobedeciendo en ambos casos órdenes del Triunvirato y del Directorio).
Fue premonitoria la carta que San Martín le envió a su amigo Tomás Godoy Cruz el 12 de abril de 1816: “… ¡Hasta cuándo esperamos declarar nuestra Independencia! ¿No le parece a usted una cosa bien ridícula acuñar moneda, tener el pabellón y cucarda nacional y por último hacer la guerra al soberano de quien en el día se cree que dependemos? ¿Qué nos falta más que decirlo? Por otra parte, ¿qué relaciones podemos emprender cuando estamos a pupilo? Los enemigos (y con mucha razón) nos tratan de insurgentes, pues nos declaramos vasallos. Esté usted seguro que nadie nos ayudará en tal situación. Ánimo, que para los hombres de coraje se han hecho las empresas”.
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No todas las aspiraciones del histórico Congreso fueron coronadas por el éxito, pero la concreción de una sola de ellas -la Independencia, el 9 de julio de 1816- merece la reverencia, admiración y respeto de todas las generaciones posteriores para los inmortales próceres que nos hicieron ingresar en el concierto de las naciones.
Los primeros países en reconocerla fueron Chile (1819), Portugal (1821), Estados Unidos (1822) y el Reino Unido (1824). Nuestros congresistas fueron humanamente grandes, obraron para la historia. Las realizaciones fueron inferiores a sus sueños. Pero supieron, en medio de la tempestad, conducir la nave de la entonces doliente Argentina hacia la realidad de la cual hoy deberíamos -sin excepción- enorgullecernos.